Published mayo 01, 2017 by

La soledad de los héroes

Encender un cigarrillo para espantar el relente húmedo de la primavera destemplada y desabrida. Los pasos me conducen hasta un callejón donde la oscuridad ahoga la esperanza de la luz y el pétreo silencio desboca un ligero derrame de adrenalina, alentado por el frescor nocturno en la piel y espantado al instante con una sacudida involuntaria. En medio del desierto costumbrista, un oasis. Y en el oasis un karavansar. Y en el karavansar un sonido. Metapoesía ensimismada que se dejaba seducir por la iniquidad del alcohol, el tabaco y la soledad. De repente, al cruzar el umbral de la puerta, saludaban a lo lejos Charles Mingus, Thelonious Monk, Ella Fitzgerald y Miles Davis. El caos indisoluble en el que vive el ser humano cobra vida repentinamente bajo los platillos, el contrabajo y la trompeta; la voz, la batería y la guitarra, en compases a destiempo, todos al unísono, cada cual a su antojo aunque presta atención de soslayo al que tiene a su lado... y que cante la negra.

Me llevó allí un pequeño anuncio que la memoria me priva de ver con claridad. La duda oscila entre si fue un cartel en cualquiera de las calles que sembraban decrepitud por el casco viejo o fue alguno de los dos periódicos que por aquel entonces copaban la actualidad de la provincia. Lo cierto es que fue la primera vez que puse pie en tierra en El Cantor de Jazz. Los acordes de aquel paraíso perdido se mostraban con arrojo sobre todos los que allí nos congregábamos, llovía sobre nuestras cabezas como un ligero sirimiri imperceptible, aparentemente inapreciable pero que nos empapaba de luces y sombras, nos abrazaba en silenciosa y secreta hermandad. Allí íbamos a ahogar la soledad, algunos. A celebrar la amistad, otros. A entrelazar besos, los más afortunados. Imbricados todos en una urdimbre orgiástica de un manto blanco de humo de tabaco.

En ocasiones, algunos semidioses de la cultura malagueña, esos que ahora les vuelvo a ver ajados y con una mirada serena y nostálgica que otorga el poso del tiempo, llegaban para compilar su epílogo literario, catedrático, artístico o musical de la época en aquel antro que regentaba la sonrisa de un venezolano que se hizo malagueño de adopción. Alguien que sabía más de soledad que cualquiera de los que allí peregrinábamos para plañir ante nuestra cerveza, combinado o cocktail.

Las noches de verano parecían reavivar el rescoldo al que nos arrimábamos en invierno, y las hélices de los ventiladores que nos observaban desde el techo casi derramaban a plazos unas bocanadas de frescor, intermitentes, que removían el humo perenne, incandescente, pegajoso. Tras la ingesta de las dosis necesarias de alcohol para poder sobrevivir del fragor de la batalla del día, las cicatrices de las heridas iban a morir al baño. La mortecina luz ámbar iluminaba las paredes emborronadas por algún incipiente poeta anónimo, amén de otros avezados ideólogos de mal gusto. Mantras de conciencia mientras uno confesaba los pecados río abajo; y tras el rezo, la tormenta perfecta avisaba a los presentes en la sala que el confesionario quedaba libre para el próximo pecador con ganas de absolución. Allí les he visto ligeros de inhibición discutiendo sobre Blas de Otero, Gil de Biedma o Angel González o José Hierro o Luis García Montero; a otros de Jim Morrison, Bob Dylan, Paul McCartney, Led Zeppelin o Pink Floid o Supertramp; a los más atrevidos de Bacon, Monet, Bazille, Pollock, Andy Warhol o Klimt o Kooning... Esos que ahora algunos de ellos son más que respetables, esos que ahora algunos miran con desprecio los pecados de juventud que antes cometían con cierta dignidad, sobre todo porque los perpetraban en aquel santuario del jazz.
Guardaba silencio en mi rincón predilecto, sin llamar la atención, aquella mesa del rincón que nadie quería por incómodo, pero desde ahí lo divisaba todo. Y cuando llegaba el jazz, el buen jazz, todos agasajados por unos sorbos de alcohol y una sonrisas, escuchábamos y tamborileábamos cada cual a su antojo, bien con la pierna, bien con los dedos sobre la mesa, aderezando cada fluido musical con una calada. Rara avis aquel que no se acercara un cigarrillo a los labios y no lo acompañara de un trago. Quien más quien menos cerraba los ojos porque ciego es el amor y ciego los sentidos que despiertan para abrir los ojos de la fantasía.

Hubo instantes en mi vida que la vida se reducía a esa compañía nocturna de desconocidos sin fronteras. En ocasiones con una revista, otras con el periódico del día, siempre con un Ducados en los labios. Cada poco veía a aquellos cómplices retratados en las fotografías que colgaban de las paredes mientras les oía destacarse entre toda esa orgiástica bacanal de corcheas, semicorcheas y sostenidos limpios, destartalados como la vieja habitación de un hostal perdido. En ocasiones me interrumpían los amos de la cultura y vanguardia de la ciudad, por allí pasaron alguna vez grandes de verdad con los que compartí alguna conversación y más de una cerveza y ahora parecen pertenecer a otras galaxias o ya descansan su placentero sueño eterno. Y todo gracias a un amante de los libros y del jazz, de la cultura nocturna de club, de poetas desaparecidos en un mundo sobrevalorado donde imperaba (e impera) la superficialidad de la ignorancia, de artistas consumados que se reencontraban en aquel local al amparo de un trago con el que refrescar las esperanzas y la inspiración... La vida transcurría como uno de esos poemas que escribía Miguel. Desordenada, caótica, pero pulcra como aquel antro de jazz, como los epílogos literarios, como los debates musicales... como lo que es hoy la calle Lazcano sin la existencia de aquel templo de vida, una calle que arrastrará por siempre en su conciencia un olvido triste, un poema certero:

Como el que arrastra un cadáver
que se resiste a morir,
nuestras palabras se tensan
buscando un destino
que ya sólo evoca una cruel redención.
De nada sirve entonces proclamar nuestra entrega,
señalar un camino ya andado
que no quisimos recorrer al revés.
Ciegos de gloria hacia la nada vamos
en este tiempo que no conocerá perdón.
Acaso algún día descubriremos
por qué el cadáver mudo que arrastramos
nos mira, implorando que lo dejemos morir.(1)

Hace poco más de diez años, quizá tras encender un cigarrillo para espantar el relente húmedo de la primavera destemplada y desabrida, quizá huyendo de algún callejón donde la oscuridad ahogaba la esperanza de la luz y el pétreo silencio, quizá escuchando las hipnóticcas corcheas, semicorcheas y sostenidos de Miles Davis, Charles Mingus o Thelonius Monk, Miguel se abandonara al sueño de vivir sosteniendo su cigarrillo con los dedos, tratando de paliar el fuego de la soledad que suele acompañar a los héroes(2). Notas musicales que se confundían con las sirenas y alaridos de bomberos y ambulancias, con el crepitar del fuego. Todo parecía acelerarse por las hélices de los ventiladores que nos observaban desde el techo que casi derramaban a plazos unas bocanadas de frescor, removiendo el humo perenne, incandescente, pegajoso. Y aquel sueño se hizo eterno, y vive en la memoria de todos aquellos que cruzamos aquel umbral, el cubículo de un héroe que, como todos los héroes, acaban olvidados en un rincón, sentado en una mesa, con una cerveza y una revista o un periódico: sumidos en el silencio y la soledad... en lucha constante contra el olvido.




(1) © 'Sociedad Literaria', Miguel Hernández Torralbo. LiberLect. Revista de Literatura, nº 7, 11 de Junio 2003
(2) Miguel Hernández Torralbo murió el 9 de Abril de 2007. Tiene publicado en la Colección Monosabio, 2009, Ayuntamiento de Málaga, a título póstumo, el poemario 'La calle del medio'.






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